Introducción
La descripción de la dermatitis atópica (también conocida como eccema atópico) en tiempos antiguos ya señalaba sus características clínicas–principalmente, prurito intenso y lesiones eccematosas inflamatorias. Hoy en día, la dermatitis atópica es una de las enfermedades crónicas más comunes y afecta hasta un quinto de la población en los países desarrollados. Durante muchos años, se creyó que era la primera manifestación de atopia (la propensión familiar a convertirse en sensibilizado por la IgE a los alérgenos ambientales) y el paso inicial en la denominada marcha atópica que al final conduce al asma y la rinitis alérgica. Como tal, la investigación de la patogénesis, la prevención, y el tratamiento se enfocó en las alteraciones sistémicas humorales y las respuestas inmunes mediadas por células T. Sin embargo, los hallazgos de epidemiología e investigación molecular cuestionaron un papel primordial de los mecanismos alérgicos y, aunque no restan la importancia de los mecanismos inmunológicos, pusieron a la epidermis y sus funciones de barrera en el primer plano de los esfuerzos de investigación y de tratamiento.